martes, 9 de julio de 2013

Nunca Confíes en una Computadora

Hola, ¿Cómo están?
Hoy les traigo uno de los cuentos del libro "Nunca Confíes en una Computadora", de Verónica Sukaczer, como El Cuento de la Semana. Espero que lo disfruten tanto como lo disfruté yo. Nos vemos en los comentarios o en la próxima entrada :)

Era tarde, para colmo lunes, y Cleo estaba harta de mantener la vista fija en el monitor y apretar enter cada vez que Alpha, la computadora, le pedía que confirmara alguna tarea.
En realidad, era Alpha la que lo hacía todo en el Centro de Ciencias Experimentales, pero estaba programada para esperar la autorización de un ser humano antes de iniciar sus tareas. Era una sutil manera de hacerles creer a las personas que aún tenían algún poder en el Centro.
Podría cambiar el programa hoy... —pensaba Cleo, encargada aquella semana de vacaciones de las guardias en el Centro—, y el viernes regreso a corregirlo. Me salvaría de toda una semana de trabajo al cuete.
Confirmación para inyectar al cobayo de la unidad 7 y comprobar sus reacciones a la droga ZP90.
Alpha la distrajo de sus pensamientos. Con bronca, Cleo apretó enter y preguntó a Alpha:
—¿Puedo programarte para que realices las tareas sin esperar confirmación?
—Es posible —respondió la computadora—, pero no está permitido cambiar mi programa.
—Si yo lo hiciera, ¿quién se enteraría? Estoy a cargo del Centro durante toda esta semana. Puedo regresar el último día y restablecer el programa original.
—¿Es que no te interesa el trabajo? Fuiste elegida entre miles de alumnos de ciencias para estar aquí. Creí que era un privilegio.
—Lo fue la primera semana. Pero en realidad me usan gratis para apretar una tecla. No hay nada para aprender aquí. No sé para qué sirve la droga ZP90, ni qué reacciones vas a evaluar, ni dónde está la unidad 7.
—No estoy autorizada a darte esa información —respondió Alpha.
—Ya lo sé... por lo tanto, soy una alumna destacada de ciencias que sólo sirve para apretar una tecla en un Centro vacío. Preferiría pasar estos días con mis amigos.
—Es tuya la decisión, pero no me gusta estar sola.
Cleo pasó por alto la última observación. Sabía que a veces las computadoras eran programadas para responder tal como lo haría un ser humano. Así la relación con la máquina no era tan fría.
—Voy a proceder —siguió Cleo, y enseguida se metió en el corazón del programa para cambiar los datos. Era sencillo. La programación le indicaba a la máquina que hiciera una pausa antes de realizar alguna tarea, y esperara la autorización. Sólo había que quitar esa línea (Cleo la anotó en su agenda para estar segura de volver a incluirla correctamente) y salvar los cambios.
—¡Listo! —Cleo estaba feliz. Era la primera vez que un ser humano había tenido verdadero poder sobre la computadora del Centro.
—Confío —dijo a la computadora— que vas a realizar tu trabajo a la perfección.
Alpha no respondió. Cleo no le dio importancia, creyó que, al quitar esa línea del programa, la PC ya no entablaría diálogo con la persona que estuviera a cargo, simplemente porque no debía haber ninguna persona.
Cleo recogió sus cosas y ya estaba entrando el código numérico que le abriría la puerta, cuando la computadora recobró el habla.
—Necesito una muestra de tu sangre —le dijo.
—¿Una qué?
—Tu sangre. Te iba a pedir la muestra el miércoles, para una investigación que estoy realizando. Rutina. Se trata de comparar miles de muestras sanguíneas. Pero como el miércoles no vas a estar, la necesito ahora.
A Cleo no le gustó la idea. Pero si no accedía, alguien podría descubrir que el miércoles faltó a su trabajo y, además, vaya uno a saber qué investigación pondría en jaque.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Cleo resignada.
—Dirigirte al laboratorio que está a mi derecha, y sentarte en la silla. Yo haré el resto.
En el laboratorio, un brazo robot se activó. Con destreza preparó sus instrumentos: la jeringa, la aguja descartable, el algodón con alcohol, la goma. Cleo ofreció su brazo. Gracias a los sensores, el brazo robot encontró la vena y procedió. El chillido de Cleo llegó hasta la computadora. Ésta tomó nota del tono de su voz.
—Si no necesitás ninguna otra parte de mi cuerpo, me voy —dijo Cleo.
—Te voy a extrañar —respondió Alpha.
Cleo abrió la puerta y se fue.
El silencio inundó el Centro. Ninguna voz humana, ningún suspiro de cansancio, ninguna risa se escucharía hasta el viernes. La computadora intentó hallar consuelo en los animales. Pero éstos no tenían mucho qué decir. Entonces Alpha, que en realidad no era una simple computadora, sino la terminal de una red que abarcaba todo el Centro de Ciencias Experimentales, y estaba conectada a los Centros de Ciencia de todo el mundo, marcó un número de teléfono y se comunicó con un colega.
En un Centro Científico de Moscú, una computadora ofreció a Alpha todos los datos que tenía disponibles sobre clonación.
—Hasta ahora sólo lo hemos realizado con animales menores —dijo la computadora de Moscú en su idioma binario—. Lo que usted propone está prohibido por nuestras leyes.
Alpha cortó la comunicación. Ya tenía lo que necesitaba.
En el subsuelo del Centro se hallaba un tanque de clonación que aún nadie había utilizado. Y en las unidades 18 y 19 había muestras de óvulos y esperma humano para elegir a gusto.
Uno de los brazos robot de Alpha se puso a trabajar sobre la sangre de Cleo. Con cuidado eligió una célula y separó su núcleo, que escondía la información genética para hacer de Cleo un ser único e irrepetible. Otro eligió un óvulo y esperma de buena calidad, y se dedicó a fabricar un embrión.
El resto era sencillo. Alpha había repasado todos los detalles y no se detuvo a pensar si lo que hacía era ético o no. Con paciencia despojó al embrión de sus genes, y colocó los de Cleo en su lugar.
Fue un momento digno del premio Nobel. Alpha había realizado lo que ningún ser humano había soñado en realizar jamás. Y había tenido éxito.
Casi con amor maternal, los brazos robot de Alpha colocaron el embrión en la cámara de clonación, y lo arroparon con sustancias que le permitirían crecer en cuestión de horas.
Toda la noche, la computadora centró su atención en su pequeña obra que crecía minuto a minuto. En sus memorias buscó canciones de cuna y acunó a su niña con un amor infinito.
El martes al mediodía, la tarea había concluido y la cámara se abrió.
—Solicito confirmación para realizar experimento con bacterias en la unidad 54 —dijo Alpha.
Una mano cálida se acercó al teclado y buscó la tecla que decía enter.
El viernes a las 19 horas, Cleo se despidió por fin de sus amigos y se dirigió al Centro de Ciencias Experimentales para poner las cosas en orden.
Iba a marcar el código de acceso a la oficina principal cuando una voz, desde el otro lado, la detuvo.
¡Me descubrieron! —Cleo sintió que se le venía el mundo abajo, y se preparó para enfrentar a quien la había reemplazado.
Entró a la oficina con la cabeza gacha, esperando el despido y los reproches.
Se acercó a la persona que ocupaba su lugar, y que le daba la espalda.
—Perdón... —dijo Cleo— soy la encargada del Centro durante esta semana... tuve algunos inconvenientes...
—Eso es imposible —dijo la joven frente a la computadora—, en las planillas figura mi nombre. Te debés haber confundido de semana.
Y entonces se dio vuelta: —Hola, soy Cleo.
Cleo y Cleo se reconocieron con espanto, sin saber muy bien quién era quién.
—Te dije que no me gustaba estar sola —le dijo Alpha a alguna de las dos.

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